Presentació

Baraka és una paraula d’origen àrab que significa alè vital, pura energia de vida, gràcia divina. Es diu que hi ha llocs amb una baraka especial. Entre ells, la música. La música és la bellesa l’allò més primordial que nia en nosaltres. En el batec del cor hi ha el ritme. En la respiració, la melodia. I en la relació amb tot allò que ens envolta, l’harmonia.

La música, com el perfum, és presència intangible. Entrar en ella és entrar en un espai preciós en què allò que és subtil pren cos, i on allò que és tangible esdevé subtil. Segons Mowlânâ Rûmî, la música, com el perfum, ens fa comprendre que vivim exiliats en aquest món, i alhora ens recorda allò que sabem i no obstant hem oblidat: el camí de retorn vers el nostre origen, vers casa nostra.

Habitar aquest espai preciós no pot fer-se només des de la raó. Aquest coneixement delicat i potent ha de ser degustat, encarnat, i per això Mowlânâ va ballar i va ballar, i va girar i girar i girar. D’aquest espai preciós de presència intangible és del què ens parlen els autors reunits en aquest blog. En un món com el que ens ha tocat viure, en què tantes velles estructures inservibles s’enfonsen, és responsabilitat de cadascú de nosaltres agafar-nos fort a aquells qui ens han indicat el camí, intentar comprendre´n els indicis, descobrir-ne les petjades ... i començar a girar.

Sigueu més que benvinguts a Baraka,

Lili Castella

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diumenge, 18 de novembre del 2012

Arquitectura sonora: el mihrâb

La arquitectura sonora del islam: el mihrâb

Leili Castella



 

En una mezquita, el mihrâb es un nicho u hornacina que india la qibla, es decir la dirección de la ka’ba en la ciudad de Mecca, hacia la que los musulmanes se orientan durante la oración. Frente al mihrâb, y de espaldas a los demás fieles, el imâm dirige la oración. El mihrâb se vuelve así una formidable  caja de resonancia que amplía la voz del imâm par que pueda ser escuchada por todos aquellos que rezan detrás de él. El mihrâb se considera una creación del arte sagrado, integrado en la práctica de la liturgia, aun no siendo indispensable: de hecho se cree que no se integró en la arquitectura de las mezquitas hasta la época del califa omeya al-Walid, cuando éste reconstruyó la mezquita del Profeta en Medina.

Como explica Titus Burckhardt en El arte del islam, la importancia del nicho sagrado deriva de su condición de símbolo universal, confirmado implícitamente por el Corán. Dice Burckhardt: “Su misma forma, […] convierte al nicho en una imagen sólida de la “caverna del mundo”. Ésta es la el “lugar de manifestación” (mazhar) de la Divinidad, tanto en lo referente al conjunto del mundo exterior cuando respecto al mundo interior (la gruta sagrada del corazón)”. (*)

El simbolismo del mihrâb deriva, desde la perspectiva islámica, de su cita en el Corán. La palabra, que significa literalmente “refugio”, es empleada para describir el lugar secreto del Templo de Jerusalén donde la Virgen Santísima se recogió en retiro espiritual y fue alimentada por los ángeles. Según Burckhardt, la relación entre el mihrâb y Sayyidatnâ Maryam, “nos lleva a la analogía entre el nicho de la oración y el corazón: es en éste donde se refugia el alma virginal para invocar a Dios: en cuanto a los alimentos que milagrosamente le llegaron, corresponden a la gracia.”

 
 La forma del mihrâb, continúa el autor, trae a la memoria otro pasaje del Corán, el “versículo de la luz” en el que se compara la Presencia divina en el mundo o en el corazón del hombre con la luz de un candil en una hornacina (miskâb)”. […] La analogía entre el mihrâb y el miskâb es nítida: se acentúa por otra parte, porque delante del nicho de la oración se cuelga un candil”.

Pero aún cabe añadir más: en muchos nichos de oración aparece de una u otra forma el motivo de la concha, como por ejemplo, en el extraordinario mihrâb de la mezquita de Córdoba, el espacio interno del cual, relativamente amplio, está cubierto por una bóveda de concha estriada. Quizá se deba a esta concha el extraordinario efecto sonoro que produce la resonancia de este mihrâb, gracias al cual las palabras pronunciadas en el interior del nicho resultan claramente comprensibles para los devotos que se encuentran en la sala de la mezquita.
 
 
Como continúa explicando Titus Burckhardt, “la concha está relacionada con la perla, uno de los símbolos islámicos de la Palabra divina: según un dicho del Profeta, el mundo fue creado de una perla blanca”. La concha alberga la perla que, según la leyenda, tiene el siguiente origen: en una noche de primavera, la concha sube a la superficie del mar, se abre y concibe una gota de rocío que en su seno se convertirá en perla. “La concha que encierra la perla, sigue Burkchardt, es como el “oído” del corazón al recibir la Palabra divina; palabra que, por cierto, se pronuncia en el mihrâb”.
 
Como sigue observando Burckhardt, “es característico del arte islámico utilizar la decoración más suntuosa para enmarcar y honrar algo que, en sí mismo, no es visible: la palabra hablada. La palabra es para el Islam lo que para el arte cristiano la imagen sagrada. El Islam rechaza la imagen como objeto de devoción, ya que tiende a encerrar en una forma limitada la realidad divina que simboliza. Naturalmente también la palabra sagrada es un símbolo, en el sentido de que necesariamente reviste de forma perceptible la realidad divina, que está por encima de toda comparación. Sí, también la palabra se convierte en un símbolo, pero en un símbolo que no llega a cuajar, pues su sonido se pierde en el aire una y otra vez y demuestra así la poca consistencia de sus propios límites”.
 


Sobre el vértice del arco de entrada al mihrâb de la mezquita de Córdoba se encuentra inscrita la aleya 23 de la azora 59 del Corán que Muhammad Assad traduce así: “En el nombre de Dios, el Más Misericordioso, el Dispensador de Gracia. Él es Dios, aparte del cual no existe deidad: ¡El Supremo Soberano, el Santo, Aquel de quien depende por entero la salvación, el Dador de Fe, Aquel que determina qué es verdadero o falso, el Todopoderoso, Aquel que sojuzga el mal y restaura el bien Aquel a quien pertenece toda grandeza!  ¡Absolutamente distante está Él, en Su infinita gloria, de todo a lo que los hombres atribuyen parte en Su divinidad!”.
 
 
El mihrâb encierra pues un rico y profundo simbolismo. Ello es la prueba, de nuevo según Burckhardt, de la relación entre el arte sagrado y el esoterismo, la “ciencia del interior” (‘ilm al-bâtin).

(*) Las citas del presente artículo corresponden a La civilización hispano-árabe, Alianza Editorial 1977, pp. 11-24, y a El arte del Islam, J. J. de Olañeta, pp. 75 a 78, ambos de Titus Burckhardt.

divendres, 16 de novembre del 2012

El adhân


La intimidad de una llamada

Leili Castella

 


 

Hemos dedicado ya varias entradas al adhân o llamada a la oración que el muecín, desde lo alto del alminar de su mezquita, realiza cinco veces al día, armonizando así la vida de los musulmanes con los ritmos de la naturaleza. Queremos recoger en esta ocasión unas bellísimas palabras del gran poeta y maestro sufí persa Mawlânâ Rûmî (m. 1273), recogidas en el libro sexto de su Masnavî, en las que, después de relatar la historia de Bilâl, el primer muecín del Islam, se dice: "Un sol (el Profeta), entró en la cabaña de la luna nueva (Bilâl) urgiéndole y diciéndole: "¡Refréscanos, oh Bilâl (llamando a la oración)! Por temor al enemigo susurrabas; (ahora) para confundirle, sube al minarete y habla (con voz fuerte)." El que anuncia las buenas nuevas (el muecín), grita al oído de cada hombre afligido: "¡Levántate, oh hombre desgraciado, y atrapa la ocasión de la felicidad! ¡Oh tú que estás en prisión entre este hedor y estas pulgas, cuidado no lo oiga nadie! Tú que has escapado ¡guarda silencio!"". (Rûmî, Masnaví, VI 1090 y ss.)

 

dimecres, 14 de novembre del 2012

Ravel y Béjart


A propósito del sabor:
el Boléro de Ravel… y de Béjart

 
Leili Castella



 

“Varias son las sendas que conducen a Dios;
Yo he elegido la senda de la danza y de la música”
(Mawlânâ Rûmî)


 
En 1928, Maurice Ravel compuso una obra fascinante: su Boléro para orquesta, obra a partir de la cual, en 1961, otro Maurice, Béjart, bailarín y coreógrafo musulmán, fino conocedor del sufismo, creó una danza que, lejos de cualquier exotismo fácil, supo “encarnar” la esencia de la obra de Ravel. Ambas, música y coreografía, entran en un diálogo íntimo que ilustra algunos de los temas tratados en este blog dedicado al sufismo, y ésta es, justamente, la razón por la cual nos aventuramos a escribir las siguientes líneas.

A Ravel le encantaba jugar. “Esta palabra, juego, nos descubre por completo a Ravel, así como el secreto de su naturaleza profunda” [1]. Y es así precisamente como el músico se planteó la composición de su Boléro: como un reto, como un juego. El propio compositor explicó en su momento a su amigo Joaquí Nin que “se encontraba trabajando en algo bastante extraño: no hay forma en el sentido estricto de la palabra, ni desarrollo, apenas una modulación, un tema… con ritmo y orquestación”. Es decir, el juego consistió en crear una obra a partir de unos mínimos elementos, a saber: un patrón rítmico de 2 compases y una melodía de 32 compases que se repiten una y otra vez en una tonalidad que sólo modula al final.

Con la misma simplicidad y transparencia planteó Béjart su coreografía, pensada sólo para dos personajes: la melodía, confiada indistintamente a un hombre o a una mujer, y el ritmo, interpretado por un grupo de hombres. La escenografía es también mínima: una plataforma circular encima y alrededor de la cual bailan, respectivamente, la melodía y el ritmo. 

 

Se dice que el sufismo es un saber (un qué) y un sabor (un cómo). Pues bien, cabría afirmar que el Boléro es una obra sobre el sabor. Dado que conocemos desde el primer momento la melodía, el ritmo y la tonalidad -esto es, el “qué”-, la esencia de la obra se desplaza del "qué" al "cómo". El Boléro versa sobre las múltiples maneras de decir lo único, o, lo que es lo mismo, sobre lo único diciéndose de múltiples maneras. Dicho en términos gastronómicos: puesto que los ingredientes los conocemos desde el inicio, el interés de la obra consistirá en cómo dichos ingredientes se cocinan y con qué especias se sazonan. Y así, a cada nueva aparición de la melodía, nuestra atención cada vez más centrada saboreará y apreciará nuevos detalles, nuevos matices. (Digamos a modo de anécdota que si nos permitimos este símil gastronómico es a sabiendas de que Ravel fue un buen gourmet con sensibilidad especial para vinos y especias fuertes, a las que calificaba como “¡incendiarias!”).

Para saber un poco más sobre cómo se va “guisando” el Boléro, es interesante observar la coreografía creada por Béjart. Toda ella está basada en el diálogo que entablan la melodía y el ritmo. Es este diálogo el que parece guiar la “cocción”, o, dicho en términos musicales, el impactante crescendo que es en definitiva el hilo conductor de la obra. Estamos ante un crescendo extraordinario porque parece surgir de la necesidad interior de la obra: de hecho no haría falta ninguna indicación de dinámicas en la partitura (que las hay), porque es un crescendo que se manifiesta de forma natural al irse añadiendo instrumento tras instrumento a cada nueva repetición de la melodía. Y es que el Boléro constituye un trabajo de orquestación de exquisita artesanía.

 


Llegados a este punto cabe constatar que esta subida de intensidad puede darse porque hay una estructura rítmica muy sólida (¡y simple!; ya hemos dicho que la célula rítmica consta tan sólo de dos compases casi idénticos) que la sustenta. Y es que así como un bailarín necesita una estructura corporal trabajada que les permita ir al límite de sus facultades expresivas, también este descomunal crescendo que es el Boléro necesita de este fundamento rítmico que lo sostenga.

La importancia del elemento rítmico en esta obra tiene otra consecuencia, que es la necesidad de ser bailada, de ser “encarnada”. Dice Jankélevich al hablar del contenido rítmico del Boléro que “la forma natural de esta música es la danza, […] el movimiento en el sitio, la acción hecha torbellino que en lugar de abocar al mundo refluye sobre sí misma, halla su finalidad en su propio interior, pisa y da una vuelta; la acción convertida en agitación estacionaria o, como dice Alain, el movimiento inmóvil”.

El ritmo del Boléro es un ritmo que apela al cuerpo, a algo arcaico y profundo, esto es a la sensualidad, a la sexualidad. Así parece entenderlo también Béjart ya que sus bailarines están constantemente conectados con el ritmo a través del balanceo de su pelvis. Este movimiento es el que, repetido innumerables veces, va creando un aumento de intensidad, una intensidad que sin embargo es lúcida, consciente, en absoluto alocada siempre y cuando el tempo de la obra se mantenga absolutamente estable, inmutable (es esta estabilidad del tempo una de las mayores dificultades en la interpretación del Boléro y a la que pocos directores de orquesta han sabido hacer frente).


La imagen de Jankélevich sobre el torbellino nos lleva a otra característica fundamental de la obra que nos ocupa: su circularidad, evidente tanto en la melodía como en el ritmo. Pero hay que referirse a otro elemento musical que es el que de forma sutil pero potente, canaliza dicha circularidad: el compás de tres tiempos (3/4). Si el compás de cuatro tiempos tiene un carácter más bien discursivo o narrativo, y el de dos apela más bien al balanceo o a la marcha, el compás ternario no permite hacer pie e invita al giro. No en vano el vals, que es giro que se despliega horizontalmente, está escrito en compás ternario. El vals es giro horizontal porque sobre su estructura rítmica hay una melodía que se va desarrollando. En el caso del Boléro, al coincidir el compás de tres con una melodía que se repite constantemente y que se repliega sobre sí misma, surge el giro sin desplazamiento. Y este aspecto queda también evidenciado en la coreografía de Béjart en que los bailarines se mueven sin apenas desplazarse. 

El Boléro va dibujando imparable su espiral de intensidad hasta llevarla al límite de lo que su estructura le permite, y tras una única modulación al final, que aumenta aún más si cabe la tensión, el Boléro estalla de repente… en el silencio. Y es que el Boléro no acaba con las últimas notas: los momentos más especiales de esta obra son los instantes posteriores al último acorde, instantes en que la dualidad sonido/silencio queda trascendida. Se hace entonces evidente y tangible la vibración del silencio o el silencio vibrante. Son instantes de conmoción profunda que, sin embargo, como el juego, tan caro a Ravel, nada persiguen ni a nada se apegan, ni tan solo a la propia conmoción.
 
 
 

A Ravel “la música no le apasionaba sino mientras la hacía. Una vez hecha, y bien hecha, ya no le interesaba”. Y es que “el comportamiento de Ravel dejaba al descubierto sin cesar la credulidad, la franqueza y la despreocupación de un niño. Un niño que nunca abandonó el reino de la magia y que supo evocar […] las páginas más profundas de su obra. Y como un niño, una vez terminado su juego, lo abandonaba por otro juego distinto”.

Notas:
[1] Las citas de este texto pertenecen al libro Ravel de Vladimir JANKÉLÉVITCH (Antonio Machado Libros, 2010).

Para ver el Boléro de Ravel, según Maurice Béjart, clikar aquí:
http://www.youtube.com/watch?v=Lnut9tB78BE&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=UnSh-KPV7QQ